martes, 21 de julio de 2009

El beso


Han pasado ya dos horas desde que te fuiste. Aún resuena en mis oídos el eco de ese "hasta luego" tímido, vergonzoso, con el que te despediste.

Los dos, apoyados en el marco de la puerta, agotábamos nuestros últimos recursos conversacionales, para retrasar el momento, para que nunca te fueras. Y cuando ya no sabíamos qué decir, callamos; callamos y nos miramos. La luz del pasillo ya se había apagado, y estábamos casi a oscuras; tu cara tan sólo iluminada débilmente por la luz del salón; yo, a contraluz.

Preciosos, tus ojos verdes. Daría la vida sólo por saber que nunca los voy a perder. Estaban preciosos, más que nunca, a la luz cálida y tenue de la lámpara.

Ambos buscábamos lo mismo, pero nos separaba la misma cosa: el miedo. Y no sabíamos que en la vida hay que ser unos sinvergüenzas, gente valiente que no se refrene ante nada. No lo sabíamos, pero lo supimos; y logramos superar el miedo. Primero me sonreíste, y miraste hacia otro lado; luego, te sonreí y busqué tu mirada. Tú me miraste de soslayo, y tu sonrisa se hizo más suave, más dulce. Incliné mi cabeza hacia ti, y te besé en la mejilla; después, como a escondidas, me fui acercando a tus labios, lenta, vagamente. Cerraste los ojos, los dos los cerramos, y la felicidad más pura se concentró en el instante en que rocé tus labios.

Y eso fue todo. Ni más... ni menos.

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