sábado, 27 de diciembre de 2008

En algún lugar


El reloj marcaba las tres en punto. El abrasador sol de la tarde entraba a raudales por las cristaleras del edificio, iluminando plantas desiertas, barnizadas con una gruesa capa de polvo acumulado durante años. Estábamos en medio del vacío más absoluto, de la nada; a nuestro alrededor crecían sinuosas las dunas de arena, altas e imponentes, y al fondo se divisaba el mar azul. Perdidos como estábamos, no nos dimos cuenta de que no estábamos solos.

Descendimos hacia el desierto, cogidos de la mano y riendo hasta llorar; nuestros ojos eran la viva expresión de la felicidad, una felicidad que cuesta mucho mantener con vida. En el camino hacia el mar, estuvimos hablando. Me contaste que siempre habías deseado llevar una vida tranquila, digna, alejada de todo lo que pudiera ocasionarte dolor y preocupaciones; me hablaste de tu infancia, de esos años eternos en los que todo parecía tener más color, el sol brillaba más, y la felicidad sí que era algo factible. Yo escuchaba tus palabras, intentando prestar atención, y mientras tanto llegamos a la playa.

Nos descalzamos y caminamos por la arena, sin prisa, apartados de todo corsé temporal o espacial; nuestros pasos nos llevarían donde el destino quisiera, sin importar el lugar ni el momento. Caminaríamos eternamente, viviendo el uno del otro, sin nada más, puesto que nada más era necesario. No estaba seguro de que fuera eso lo que querías, pero la sonrisa incandescente en tu rostro acalló mis palabras.

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