miércoles, 12 de febrero de 2014

La luz cae oblicua a este lado de la cama,
son las siete de la tarde de un día cualquiera
y leo sentado, recostado contra la pared,
fragmentos de poemas que escribí
para alguien que se ha perdido ya.
No la recuerdo.
Recuerdo su cara, su sonrisa,
su estar, su voz, su gesto,
pero a ella no la recuerdo.
Y hay una tibia tristeza, algo rutinaria,
danzando en el ambiente,
cálida como la luz que apenas me roza.

Intento escribir algo, romperme la cabeza
pensando qué es lo que escondo aquí.
Intento no pensar en que mañana será otro día
y morirá igual que lo está haciendo éste.
Escucho música pero suena lejana, un eco,
insípida, monótona, irrelevante.
Pero hay calma aquí, una calma fría y blanca.
Sigo leyendo mis escritos,
intentando evocar sabores, olores,
mañanas de frío y viento y esperas en la puerta.
Te veo, te consigo ver,
y te siento, aún caliente.

Miro la pared gris amarillenta con hastío
y quiero saltar y apuñalarla con mis manos,
para romper el vacío que la colma
y que me contagia sin remedio.
No hay nada pero, ¿por qué no lo hay?
Pienso en cambiarme y salir a la calle,
quizá pasear o conducir un rato,
pero la tarde es gris y no hace calor,
no hay verano ni ventanas abiertas,
y este invierno que nunca recibí
con los brazos abiertos se empeña
en quedarse, cuando nadie lo quiere ya...

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