sábado, 27 de diciembre de 2008

Love is blindness


Cuentan que, un día, un hombre secretamente enamorado de una chica, cansado de ocultar durante tanto tiempo su amor, buscó una manera de hacérselo saber a ella. No podía decírselo directamente a la cara, pues temía que si le rechazaba se derrumbara delante de ella, mostrándose miserable y desgraciado ante la mujer que más amaba en el mundo; decidió pues demostrar su amor de otra manera.

El hombre agarró una prenda y una rosa, y recorrió el país a pie, parando a descansar en locales ruinosos de mala muerte, compartiendo cama y habitación con todo tipo de seres diminutos y por lo general repelentes. En cada uno de esos hostales pedía un jarrón lleno de agua para colocar su rosa y que no se marchitara. Los dependientes le miraban con rostro asombrado cada vez que se dirigía a ellos preguntando por el jarrón, pero el hombre les respondía con una brillante sonrisa que pronto sustituía a la mueca taciturna que portaban esos dependientes en sus rostros. El hombre apenas dormía por las noches, y cuando lo hacía, se sumía en un sueño profundo elucubrando acerca de su amada.

Por el día, el hombre se hacía a la rutina que desde todo ese tiempo le había acompañado. Cogía su rosa, se introducía en su prenda de abrigo y se disponía a marchar, no sin antes dejar una generosa propina encima de los mostradores de los lugares en los que pasaba esas frías noches. Cuando salía por la puerta, se detenía un momento, cerraba los ojos y respiraba profundamente, siempre con una sonrisa enmarcando su sufrido rostro. Caminaba y caminaba durante todo el día, sin detenerse siquiera a llevarse algo de comer a la boca, pues el tiempo era oro y no convenía malgastarlo en nimiedades.

Uno de esos días, durante su travesía, el hombre detuvo su caminata y oteó el horizonte: unas altas montañas se erguían enfrente de él, lejanas y a la vez muy próximas, y tras ellas el sol descendía, ocultándose tras esos enormes muros de piedra. El hombre contempló extrañado la escena, como si nunca en su larga vida hubiera divisado un paisaje igual, y tras unos segundos de incertidumbre, una carcajada optimista brotó de sus labios, una risa pura y sencilla como el agua que brota de un manantial. Sabía que su amada se encontraba cerca, muy cerca, tras esas montañas.

Su rosa permanecía intacta, como el primer día, y no mostraba signo alguno de desfallecimiento; su abrigo se encontraba ajado y roto por algunos lugares, pero ello no anulaba en modo alguno el propósito al que estaba destinado. El hombre contemplaba la rosa absorto cada noche, maravillándose ante su belleza, y después se acercaba a mirar las montañas detrás de la ventana, unas montañas a las que parecía no poder alcanzar nunca, pues a cada paso que daba, éstas parecían retroceder otro más, manteniendo siempre las distancias.

El hombre, harto ya de esas montañas que cada vez parecían más lejanas, comenzó a correr por la carretera en la que no pasaba nadie. Corrió y corrió, sintiendo latir desbocado su corazón, pero a pesar de eso, siguió corriendo. Tal era su decisión, su determinación por estar junto a su amor; tenía que verla, en verdad le iba la vida en ello y, aunque tan sólo fuera por un instante, necesitaba contemplar su hermoso y delicado rostro. Lloró de desesperación mientras corría, con la rosa en la mano agitándose por el viento, y sus espinas clavándose en la carne como cuchillos afilados.
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En el portal de la imponente mansión descansaba la mujer, sumida en sus pensamientos y con la mirada perdida en el cielo nublado. Una suave brisa agitaba las hojas de los robles del jardín, y traía desde la lejanía los rastros de un diluvio que estaba por venir. En la puerta metálica de la finca estaba apoyado un hombre, que parecía exhausto, con la cabeza agachada y calado hasta los huesos. La mujer frunció el ceño y se levantó de los escalones sobre los que estaba sentada. Cerró su chaqueta de lana con un gesto de frío mientras se acercaba a la puerta. No reconoció al hombre, que se había agarrado fuertemente a los barrotes como si estuviera a punto de desfallecer. El hombre la miró con ojos anhelantes y doloridos, y en el fondo de su corazón la mujer sintió un inexplicable sentimiento de culpa. El tipo llevaba como único equipaje una rosa roja manchada de sangre; parecía débil y enfermo, como si una cruel enfermedad le hubiera carcomido por dentro.

El hombre cayó a sus pies, y en un impulso la mujer se acercó a él tendiéndole la mano. No sabía qué decir ni qué hacer, ante tan inesperada visita. El hombre le tendió la rosa, y ella supo que debía aceptarla, que él no iba a aceptar una negativa. La mujer cogió la rosa con recelo, y en cuanto el hombre la soltó, se derrumbó en el suelo.

Estaba tumbado boca arriba, y había empezado a llover. El hombre abrió los ojos, y contempló el vasto cielo que se extendía por encima de él, y con su sonrisa optimista pronunció una sola palabra: "Gracias"

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