sábado, 23 de enero de 2010

Llamé a tu casa
y no estabas,
como siempre,
nunca estás en casa;
quería contarte algo,
pero ya no me acuerdo qué;
y la jodida distancia
que nos separa
se va haciendo más
y más grande;
tú allí lejos,
y yo aquí desesperado,
arañando las paredes
y el alma de esta casa
que me sabe vacía
desde que cerraste la puerta.

Me vengo prometiendo
a mí mismo cada noche
que paso en esta ciudad
perdida entre montañas,
que ésta es la última vez
que lo hago,
la última vez que te llamo,
porque nunca estás,
nunca quieres estar,
y me sigo comiendo el coco,
y me estrujo los sesos
dándole vueltas a lo tuyo,
a lo nuestro,
¿por qué no me quieres
responder?

Y en la tele no echan nada serio,
y la música me sabe rancia,
y las fotos colgadas en la pared
se destiñen a cada minuto
que pasa;
mi habitación ya no huele a ti,
ya no recuerdo esa sensación
de felicidad suprema
cada vez que tocabas el timbre
y no había nadie en casa,
sólo nosotros dos,
y nos tirábamos en la cama
con un hambre infinita
de amor y compañía.

Y escribiendo estas palabras
me doy cuenta de que
quizás soy un poco masoquista,
y que me gusta sufrir,
porque a nadie le he escrito tanto
como a ti;
tú,
que te marchaste sin decir nada,
y te llevaste contigo
la magia y el sentido
de mi vida.

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