lunes, 8 de febrero de 2010

Ella te espera apoyada
sobre una pared pintada
de verde y azul,
silenciosa y fría,
y la luz de la ventana
dibuja unas curvas
de escándalo
en su cuerpo.

Con una caricia,
leve pero segura,
la prendes del cuello
y posas tu mano
alrededor de su cintura
perfecta,
sintiendo la delgadez
extrema de sus formas,
el tacto frío
de su piel de ébano,
y escuchas su voz
en tu mente;
ella no habla
si tú no se lo pides,
y lo está esperando,
como quien espera
la luz tras días sin ella,
o la muerte
cuando ya nada te queda.

Y con violencia la agredes,
ella aúlla de dolor,
y con tus manos en su cuello
sientes que toda ella tiembla,
se estremece de una rabia
y un anhelo
que no es más que el reflejo
de ti mismo,
de lo que guardas dentro
y nunca dejas salir.

Y la vuelves a atacar,
pero esta vez muy suavemente,
rozándola apenas con tus dedos;
ella gime con un hilo de voz,
ante cada caricia tuya,
y tú te abandonas
a la inconsciencia,
a la locura,
y la vuelves a agredir,
con una pasión inusitada,
para callar sus gritos
al cabo de un momento,
en una suerte de travesía insana;
tan pronto en lo más oscuro
y hondo del océano
como en la cresta de la ola
más brava,
como el orgasmo que no esperas
y te sacude sin piedad.

Tras la tempestad,
sumido en la calma e inopia
de un tiempo que murió
y dejó de existir
te das cuenta de que
no podrías vivir sin
sus palabras de amor
y soledad
a media tarde,
cuando todo se vuelve insignificante
pero ella te espera, allí,
en la ventana,
sumisa y, de nuevo, dispuesta.

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