lunes, 1 de febrero de 2010

Miras el sol reflejado en la sucia
ventana de algún motel de carretera,
un cielo vasto y azul salpicado
aquí y allá de motas blancas,
como pinceladas de algún artista
decadente.

Tu niña te espera en la sombra,
esperando un buen chute de adrenalina,
pero tú no tienes prisa;
el aire huele a polvo y a sol,
y recuerdas esos días de verano
de no hace tanto tiempo
en que el mundo parecía arder
y derretirse,
mientras tú mirabas películas
malas en la televisión.
No hace tanto de eso,
pero quedan lejos esos tiempos,
difuminados por la memoria.

Y tu niña ruge, y das una patada
al suelo, y escupes,
en una mano un cigarro
a medio quemar,
con las cenizas todavía intactas;
una última calada
antes de partir.

Te gusta esa sensación
de excitación que se te sube
al cerebro
cuando el viento golpea
con violencia tu cuerpo,
mientras resistes con elegancia
sus embestidas feroces.
Mirar al frente y tan sólo poder ver
esa carretera larga y recta
que se confunde a lo lejos bajo
este cielo azul eléctrico,
sentir que aún queda camino,
y aún hay que recorrerlo
y llegar hasta el final,
donde quiera que esté el final.

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