miércoles, 2 de marzo de 2011

Me viniste a recoger a la esquina,
aquella tarde de agosto
de hace dos o tres años.
Quizás fuera el sol, que me cegaba,
o el calor que anulaba mis sentidos,
pero brillabas con una luz diferente,
más seca, más salvaje,
incontrolable y especial.

Yo te conté que había conocido gente,
claro que sí, en todo este tiempo.
Que a pesar de todo, los atardeceres
seguirían bañando mi cuerpo
mientras en el balcón los observaba
con aires de melancolía.
Que la vida no eras tan sólo tú,
aunque me doliera decirlo.
No supe interpretar
tus miradas entonces,
seguías siendo indescifrable
como cuando te conocí.

Y ahí estábamos,
dos como tantos otros,
sentados al borde del precipicio,
contándonos la vida y los sueños,
y los sueños que (a veces) son vida.
Cómo pasaba el tiempo,
que no veía el momento de escapar
de ahí, de decirte que no al oído,
en un susurro.

La noche llegó fresca,
nos pilló desprevenidos a los dos,
incómodos, sin saber qué hacer,
si abrazarnos o hacer lo correcto,
lo que dicen que es.
Tan sólo caminamos de vuelta a casa,
y al girar la esquina te miré
y te dije adiós,
o hasta luego quizás,
no lo sé;
todo lo que recuerdo de entonces
son los sueños de una cama
en la que no estabas tú.

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