miércoles, 13 de abril de 2011

Me dejaste al borde de un precipicio,
asomándome al hueco de la escalera,
observando la sombra de tu falda
dibujar figuras en el aire
que se alejaban más y más,
mientras descendías por el abismo
y te perdías en los rellanos infinitos.
Salí de allí corriendo, volando,
cual mente insana que se cree pájaro,
persiguiendo la brisa que dejaba
tu vestido de flores de todos los colores,
agarrando el viento con las manos vacías,
aferrándome desesperadamente a ti.
Caminé, y silbé, y te inventé, mil veces;
me sentí como Alicia, puesta hasta las cejas,
corriendo tras un fantasma vestido
de conejo blanco y siniestro;
y las calles se estiraban en la distancia
y el tiempo, desprendiéndose de su asfalto,
sus coches, sus gentes,
desperezándose con el ruido de mil terremotos;
noté que algo no iba bien
cuando de pronto desproveíste de tus manos
a mis ojos,
y desperté en una fiesta de cumpleaños
de hace miles de años,
y allí estaba tu sonrisa,
tan cercana, tan sincera,
y tan poco atractiva para mí.

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